"¿Qué putas puedo hacer, Tarumba,
si no soy santo, ni héroe, ni bandido,
ni adorador del arte,
ni boticario,
ni rebelde?
¿Qué puedo hacer si puedo hacerlo todo
y no tengo ganas sino de mirar y mirar?"
He pasado buena parte de mi vida inmerso en una suerte de encierro emocional que se ha visto proyectado hacia mi entorno, desde muy pequeño disfrutaba en demasía estar sólo y en un medio que resultara seguro: mi casa. Casi siempre los escapes se reducían al juego en el sofá o la cama, me incomodaba cualquier situación que tuviese que ver con salir y enfrentarme a la calle y sus personas. Cuando en casa solo estábamos mi madre y yo y ella debía salir, las opciones para que le acompañase se le reducían a dos: obligarme o convencerme; sobra decir que en cuanto la primigenia conciencia me permitió decidir, no le quedó otra opción que obligarme. Al salir, solía caminar con la cabeza gacha mientras el pensamiento deambulaba entre situaciones que no tenían un sentido claro. No solía hablar y, mucho menos, manifestar algún deseo que se saliera del ámbito primario. Los impactos sonoros y situaciones imprevistas que, la ciudad y la naturaleza me proveían, incidían en mí de una forma desagradable: los rayos, las aglomeraciones, los gritos, el golpe del carnicero al partir la carne, el claxon de los autos y un largo etcétera, me resultaban amenazantes; una presencia súbita realmente me incomodaba y me sentía totalmente incapaz de entablar alguna charla.
Gracias a mi madre comencé a mirar más allá del suelo que pisaba o el sofá donde jugaba. Por cuestiones familiares, hacíamos viajes con cierta regularidad. En un inicio no eran de mi agrado debido a que me aburría durante ellos; en más de una ocasión manifesté dicho sentir, fue entonces cuando ella me hizo la recomendación más importante: observa por la ventana, mira a la gente, sus casas, los animales, la naturaleza. Sobra decir que mi infante condición evitó entusiasmo alguno ante dicha invitación, sin embargo, poca o nula alternativa tenía y terminé por hacerlo. El resultado no fue, en un inicio, satisfactorio. Continué aburriéndome algunos viajes más.
De a poco y, seguramente guiado por su ejemplo, comencé a tomarle cierto gusto, solía mirar todo, incluso la mediana hierba que se doblaba, a la orilla del camino, producto del viento que generaba el autobús que nos transportaba. Imaginaba historias acerca de lo que veía, en cómo sería vivir en esos sitios. Una especial intriga me invadía al ver cómo las personas se divertían fuera de sus casas -cosa rara para mí en aquel entonces-, la forma en que interactuaban y, sobretodo, en lo que estarían pensando y sintiendo en ese momento. Me eran lejanos pero pensaba en ellos, les tenía afecto, me preguntaba si tal vez, en algún momento, al igual que a mí, su existencia les resultaba inquietante. Las personas desconocidas comenzaron a ser importantes para mí, aún recuerdo algunas con las que compartí apenas unos momentos y, sin hablar, se quedarían por siempre en mi memoria. Valoro profundamente la opulencia del encuentro casual: sincero y desprovisto de utilitarismo. La gente me provoca todo, menos indiferencia.
La primer gran decisión en mi vida ocurrió en plena adultez y fue irme, irme muy lejos. No tenía clara la razón ni la forma en que lo haría, lo único cierto y seguro es que deseaba simplemente andar. Casi por el elemental lugar común de registrar los sitios por donde pasaba, tuve el impulso de comprarme una cámara fotográfica. Escaso uso hice de ella en un inicio y el resultado era casi siempre el mismo: una casa, un estadio o una iglesia. Ya en etapa avanzada del periplo y, quizá gracias a un estado de ánimo calmo, comencé a no solo registrar los sitios por los que pasaba sino, como en antaño, volví a mirar a la gente, a encontrarme en ellos. Esta vez tenía la posibilidad de capturarles en una imagen que, sin imaginarlo, podían transmitirme sensaciones, evocar recuerdos, conmoverme.
El viaje terminó y, supongo que como casi todo en mi vida, continuar fotografiando me dio temor. No volví a hacerlo por mucho tiempo, el hecho de enfrentarme a algo que me provocase demasiado me hacía huir. No tengo muy claro los motivos que me llevaron a cambiar dicha situación, lo cierto es que me sigue comprometiendo como al inicio, sigue siendo un proceso fuerte y doloroso, pero, con la misma intensidad, me lleva a los sitios más sanadores.
Las imágenes que habitan este sitio, son producto de un continuo mirar que he experimentado en los últimos cinco años. Mirar y materializar se ha convertido en una completa necesidad y quizá en el único resquicio de escape a una realidad lacerante. Es en ellas donde conviven imbricadas mis pasiones y sentimientos, mis angustias y tristezas. La eterna dicotomía empatía-rechazo que experimento con la especie humana. La noche, la soledad, la espera, la memoria, la vorágine del día a día, son algunos de los temas y escenarios que me apasionan.
Mi madre me enseñó a mirar y escuchar, a ponderar la importancia del otro y al mismo tiempo nunca saberme solo mientras me tenga a mí mismo. A ella le debo todo lo bello y sublime que conozco de la vida. Te dedico, madre, con profundo amor y agradecimiento, mi mirada.
Jaime Alejandro Mahé Amaya, agosto 2024.