Mi padre trabajaba durante la noche y yo solía despertar cuando él llegaba a casa, entrada la madrugada. Me sentaba a la mesa con él y volvía a cenar. Disfrutaba escucharlo contar cómo había ido su día, percibir el aroma de su perfume mezclado con tabaco. Mientras hablaba, solía buscar en su rostro los gestos tan particulares que hacía al cantar. Nunca lo conseguí, imagino los reservaba sólo para el escenario. A veces, apenas entrar a casa, le decía a mi madre que nos íbamos a Veracruz; viajes nocturnos llenos de música y anécdotas familiares que siempre terminaban -o comenzaban- con aquella frase dirigida a mi hermana y a mí: “si quieren del mundo gozar, deben ver, oír y callar”. No entendía bien a qué se refería pero, por si acaso, yo solía guardar silencio antes, durante y después de terminado el relato.
Hay muchas historias que de mi padre se cuentan y que, durante toda mi vida, he escuchado. No son ellas a las que quiero acudir ahora, prefiero centrarme en los escasos recuerdos de mi vida con él. La única vez que fue por mí a la escuela me asusté al pensar que algo le habría ocurrido a mi madre; me sentí muy extraño pero casi al instante y, seguramente, al percatarse de mi asombro, me dijo que todo estaba bien y me llevó a jugar Futbolito con él. Nunca imaginé que era tan bueno haciéndolo, jugamos algunas partidas y, luego de dejarse ganar en un par de ellas, dijo que debíamos irnos. Sacó de una de las bolsas de su pantalón una cantidad importante de dinero y se las dio a un par de niños que, hacia rato y sin que yo me percatara, le suplicaban al dueño del sitio que les regalara al menos un juego mas. La alegría inmensa que les provocó su gesto fue tal que incluso olvidaron agradecerle; no hizo falta, con sus gritos y brincos el acto fue redondo.
En otra ocasión una persona en un crucero le pidió dinero y él, al percatarse que no tenía, sacó de la guantera un casete nuevo de un cantante, se lo regaló y le recomendó venderlo; algo similar ocurrió cuando nos encontramos a un familiar político que vendía dulces en la calle, le preguntó cuánto valían en su totalidad, le dio la cantidad y algo más sin pedirle a cambio nada. No es que tuviera dinero, apenas y ganaba lo suficiente, pero creo que era muy sensible ante la pobreza, seguramente porque la había vivido en carne propia -y de forma contundente- durante buena parte de su vida.
Creo que no lo conocí, o un poco sí, quizá. Tenía el carácter muy volátil, en cualquier momento y sin motivo suficiente, podía explotar y convertirse en una auténtica máquina de gritos y reacciones desaforadas. Como aquella vez que me compró un yoyo cuya novedad consistía en tener una luz al interior que encendía al jugarse; únicamente requería que le pusiera la pila y, a su tercer e infructuoso intento por ponerlo a punto, lo mandó estrellar contra el suelo con una fuerza tal que casi va a dar contra el techo al rebotar.
Le temí siempre a sus enojos aunque, cabe decir, en la relación directa que conmigo tenía, procuraba acciones que, a la postre, percibí llenas de ternura. Como cuando se postró ante mí para pedirme disculpas luego de haberme dado el único chanclazo que recibí de él en la vida, no se cuál de los dos lloró con mayor sentimiento. O aquel ritual que durante alguna época se inventó y que consistía en apostar en contra de mi equipo de fútbol favorito; jamás ganó porque siempre lo hizo en partidos que daban diferidos por la televisión, me tomó algún tiempo darme cuenta que siempre conoció el resultado y por ello su desafío, sólo quería verme contento por mi doble victoria (la de mi equipo y la mía en la apuesta). Lo malo de enterarme fue que cuando él quiso volver con el ritual yo ya no acepté; se había descubierto el hilo negro y con ello la magia culminó. Nunca le agradecí el detalle de brindarme múltiples victorias.
Él era cantante y yo lo ocultaba, cuando en la escuela había que decir a qué se dedicaban nuestros padres, siempre decía que era comerciante. Por suerte, nadie nunca tuvo la curiosidad de preguntarme el tipo de comercio que realizaba, no habría sabido que responder. Me gustaba verlo actuar, su voz era imponente y siempre parecía que el escenario era su sitio, quizá el único ámbito donde la furia y el dolor encontraban un buen cauce. En la cúspide de cierta canción, se inclinaba, cerraba el puño y los ojos mientras abría las fosas nasales. La gente le admiraba, solían aplaudirle de pie.
Es muy probable que mi timidez fuese el primer aspecto que me alejara de él y de su profesión; me asustaba mirar que constantemente tuviese que lidiar con la gente, no sólo les cantaba, también interactuaba con ellos desde su estrado y fuera de el. No lograba sentir mas que coraje y culpa cuando me presentaban con alguien que le conocía e, invariablemente, su primer pregunta era: “¿tú también cantas?”, ante mi negativa, cerraban con broche de oro: “bueno, pero, al menos tocas la guitarra, ¿no?”.
Hace poco un primo me dijo que mi padre nunca pagó por un trago; así era, le llovían los vasos y las botellas que los comensales le ofrecían casi litúrgicamente. Mi padre era alcohólico y crecí escuchando que eso era culpa de “la guitarrita”, esa fue otra razón por la que me incomodaba -y ocultaba- su oficio. Cuando bebía se iba por largas temporadas de casa, era un no saber más de él de un día para otro aunque siempre terminaba volviendo como si nada hubiese ocurrido.
Detesto las mañanas: todo es a prisa, frío, impersonal, estructurado, repetitivo, agobiante; me solía doler el estómago a temprana hora. La mañana del 21 agosto de 1994 fui testigo de su muerte y eso pasmó buena parte de mi vida. El gusto por la noches incrementó, ellas siguieron siendo en su honor, mantuve ese lapso de tiempo como mi vínculo primario, sólo que ahora, con el recuerdo que de él, guardaba. Lo nocturno evoca silencio y, con ello, tranquilidad, la angustia aminora. Es en los desvelos donde la calma acude al fin, los pensamientos logran ser conducidos bajo ese tenor; se mezclan con ideas que, aunque nunca ejecutaré, le dan un poco de estructura al caos.
Me es casi imposible llorar en presencia de alguien más, no entiendo la razón, es un lastre muy grande y pesado, quizá por ello sólo podía hacerlo en la soledad de la noche. Durante el día no se hablaba de él en casa ni mucho menos se escuchaban sus canciones. Dolía mucho que, luego de su muerte, familiares y amigos pidieran una copia de alguno de sus discos, no sé cómo hacía mi madre para hacerlo sin caer en la penosa tarea de escucharle.
He tenido un sueño recurrente desde su muerte: él regresa, yo sé que está muerto pero lo veo volver, lo primero que hago es abrazarlo y, al hacerlo, lloro. De ese llanto que consuela, que limpia, que redime. Lo único que atino a decirle es que me ha hecho mucha falta. En seguida, súbitamente, comienzo a tratar de entender cómo es que puedo verlo y sentirlo si yo mismo, a pregunta de mi madre, decidí verlo por última vez estando él ya en el ataúd. La única conclusión a la que llego es que él ya no quería estar con nosotros y se fue, esta vez sin pronto retorno, a seguir con su vida de alcohol y mujeres. Toda la sanación antes experimentada se convierte en resentimiento y culpa por haber caído en el engaño, no puedo evitar reclamarle febrilmente su abandono.
En un principio la experiencia nocturna se reducía a mi casa, posteriormente fui, de a poco, saliendo de ella. La fusión noche-calle me resultó atractiva, no tengo muy claras las razones pero, quizá, baste con resumir que la gente me parece más genuina allí. Es como si cierto grado de libertad se les presentara luego de haber terminado, al menos por ese día, con las obligaciones propias de la vida adulta. De pronto no es así, quizá sea solo mi proyección desde el privilegio. Hay gente que debe trabajar en ese horario y otros hacen de la calle su morada. Me cuesta entender lo que veo, siento y quiero; aún más, expresarlo. Quizá solo deambulamos inmersos en nuestras preocupaciones cotidianas, las más frívolas y decadentes. La muerte es únicamente un rumor infundado, no va a llegar, o quizá sí, pero cuando ocurra será porque lo deseamos, no antes. Sólo así podría tener todo un poco de sentido. Tal vez él lo quería más que nadie.
Siempre he creído que la soledad me va bien, incluso suelo buscarle de múltiples maneras aunque, al final, parece que lo único que pretendo es no volver a extrañar, quizá sólo soy un cobarde que prefiere estar solo a comprometerse. No lo sé, ojalá lo supiera, ojalá no tuviera duda de lo que soy. Aquel sueño recurrente devela la inmensa ambigüedad que cruza y revienta mi estructura, mi experiencia, mi sentir, mi anhelo. La noche me aproxima de formas más genuinas con lo que observo y vivo. La noche es él, es evocación y memoria; es la soledad balsámica.
Mi padre era machista, conservador y autoritario; también era un ser con una sensibilidad y bondad mayúsculas. Jamás sabré si acaso podría bregar con ello en la actualidad. ¿Cómo haría para explicarle que aunque lo admiré nunca he querido ser como él?, sería realmente sanador habernos escuchado desde la vulnerabilidad.
Si un día vuelve será de noche y me encontrará despierto.